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La tecnología y la clase media
Por: EL PAÍS | 18 de enero de 2014
por RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
En un libro publicado en septiembre pasado, Average is Over, el economista Tyler Cowen afirma que la idea de clase media que se ha ido forjando desde la Segunda Guerra Mundial está, si no condenada a desaparecer, sí al menos a sobrevivir de una manera muy distinta a la de las últimas décadas. En los últimos cuarenta años, dice, el sueldo del trabajador medio masculino en Estados Unidos ha caído un 28% y, durante la recesión, un 60% de los empleos que se han perdido allí eran de sueldo medio. En ello han concurrido circunstancias de todo tipo, pero la más evidente, afirma, es la tecnología. El abaratamiento y la mayor capacidad de los ordenadores han mecanizado muchas tareas, y eso ha hecho que algunos empleos tradicionales de clase media estén desapareciendo a una gran velocidad en favor de terceros países o, simplemente, las máquinas. El agente de viajes, el empleado de oficina bancaria, el contable y, por supuesto, el trabajador industrial eran figuras clásicas de nuestra economía, y hasta de nuestra vida social, que cada vez son menos necesarias: hoy compramos billetes de avión y hacemos transferencias por internet, programas de contabilidad hacen casi solos lo que antes hacían varias personas y muchas cosas, simplemente, se fabrican con tecnología más avanzada o en el extranjero. En un futuro muy cercano, afirma Cowen, los buenos empleos serán aquellos que consistan en hacer cosas que nadie puede hacer a distancia y que las máquinas no saben hacer, y hay que prever que las máquinas sabrán hacer cada vez más cosas. Con una predecible mejora de los robots y las transacciones electrónicas, dice, una pequeña parte de la población -quizá un quince por ciento- tendrá conocimientos muy específicos que una máquina jamás tendrá y podrá vivir con un buen sueldo y rodeada de grandes comodidades. El ochenta y cinco por ciento restante no tiene por qué vivir en la miseria, pero su existencia se sustentará en los sueldos precarios, el consumo de bajo coste y una protección del Estado de Bienestar languideciente.
En un artículo publicado en The Guardian, Dean Baker afirmaba, con argumentos contrarios, que el evidente empeoramiento de las condiciones de la clase media en el mundo occidental no se debe a las innovaciones tecnológicas, sino a decisiones políticas. Han sido decisiones políticas relativas al comercio las que han hecho que los trabajadores industriales y de ciertos servicios de Occidente se vean obligados a competir con trabajadores mucho peor pagados y a veces con pésimas condiciones de trabajo en Oriente, afirma. La política ha debilitado deliberadamente a los sindicatos, que servían para mantener el estatus de ciertos trabajadores de clase media. También las desregulaciones en telecomunicaciones o transportes han provocado una bajada de salarios. Y los cambios en el sector financiero y las reglas de gobernanza de las grandes empresas han aumentado los ingresos de los de arriba sin hacer nada bueno por los del medio o de abajo. Echarle la culpa a la tecnología sólo sirve para que las élites se sientan bien creyendo que lo que pasa no es culpa suya, sino de un inevitable progreso. Pero “la desigualdad -afirma Baker- ha sido resultado de las políticas tomadas. No ha sido algo que sucediera porque sí, sino porque lo hemos hecho o nos lo han hecho”.
Sean cuales sean los motivos, parece evidente que la clase media se está transformando, en muchos aspectos para peor. En un artículo reciente publicado en el Financial Times, Simon Kuper reflexionaba no tanto sobre las causas, sino sobre las consecuencias que este proceso está teniendo, especialmente entre los jóvenes que aspiraban a pertenecer a la clase media y hoy se dan cuenta de que eso se ha puesto particularmente difícil. Hasta hace no mucho, dice, nuestro trabajo era una parte muy importante de nuestra identidad. Nos definíamos por lo que hacíamos, y en buena medida también por la empresa para la que lo hacíamos: con suerte, pasábamos la mitad de nuestra vida en ella y eso explicaba a los demás cuál era nuestra valía, nuestro estatus, quiénes éramos. Pero esos trabajos de por vida han desaparecido para la mayoría, y en consecuencia mucha gente se ha visto obligada a construir ese rasgo identitario en un lugar distinto del tradicional. Y ese lugar es, paradójicamente, uno que ofrecen las nuevas tecnologías, que al menos en parte están destruyendo una determinada idea del futuro. Para mucha gente joven desempleada o con malos trabajos, “su cuenta de Twitter o su página de Facebook es su identidad. Es el lugar en el que se presentan a sí mismos al mundo. Esas webs han despegado en parte porque nuestras identidades se han debilitado […] La gente, en el pasado, se definía por su trabajo, por su iglesia, por su nación y su familia. Pero en estos tiempos laicos, sin trabajo y globalizados, cuando cada vez más de nosotros vivimos solos, ya no estamos muy seguros de quiénes somos.”
Ya Marx y Engels hablaron de los efectos destructores de la tecnología en los estándares de vida de mucha gente. Pero también es innegable que ha contribuido al bienestar de millones de personas -aunque ahora pensemos solo en iPads y robots, las vacunas o las incubadoras también son tecnología-. Como explicaba hace no mucho The Economist, parece evidente que las innovaciones tecnológicas mejoran la vida de las personas a largo plazo, pero no está claro que hagan lo mismo para quienes viven al mismo tiempo en que se producen sus avances más revolucionarios.
Es perfectamente posible que lo que nos está pasando no se deba tanto a la tecnología como a la política, como dice Baker. Pero sea como sea, nuestra situación actual tiene un rasgo singular: a diferencia del pasado, no parece haber casi nadie contrario a la tecnología y su relato de eterno progreso: los ludditas son un vago recuerdo. Ni siquiera quienes están perdiendo sus puestos de trabajo y, en cierto sentido, su identidad, creen que la tecnología sea la culpable, porque la tecnología ha adoptado un confuso estatus que a veces parece más religioso que pragmático. La aceptación de la tecnología me parece mucho mejor noticia que su rechazo. Pero también puede ser un síntoma de que cada vez nos importa menos pensar qué hacen a nuestra vida esos bonitos cacharros que inventamos.
Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres en España y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).
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En la imagen, el ingeniero Tomotaka Takahashi durante la presentación de su robot Robi, capaz de hablar y bailar, en Milán el jueves pasado. Foto: Pier Marco Tacca/ Getty Images
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